UNA
TARDE EN POPAYÁN
Por: AGUSTIN ANGARITA LEZAMA
A los 14 años la
vida se vive de manera acelerada. Todo se quiere conocer, todo se quiere probar
y ojalá muy rápido. Es como si la adrenalina quisiera salirse del cuerpo. Como
si una energía galopante amotinara la sangre reduciendo los espacios
internos anhelando devorarse el
horizonte de una sola dentellada.
Esas ganas nunca contenidas lo auparon para calzarse
sus nuevos patines en línea, después de concretar con sus primos la aventura
del día en su entrañable Popayán. Aunque residía en Bogotá viajaba
frecuentemente a la capital caucana a encontrarse con los familiares con los
que compartió su niñez. La cita era en la Ermita. La pequeña cuesta y el
empedrado de su calle eran los aderezos para descender acelerados y disfrutar
del vértigo de la velocidad. La felicidad de sus carcajadas retumbaba en la
pequeña capilla, que remata la calle con su vieja espadaña desvencijada desde
el terremoto que sacudió la ciudad en una semana santa aciaga.
Bajaban inundados de alegría. Y cuando con lentitud se
devolvían hasta lo alto de la colina, evaluaban los detalles que habían
impedido un descenso más acelerado para corregirlos en intentos futuros. Y
mejoraron. Descubrieron que el empedrado del angosto andén era menos brusco y
facilitaba aumentar el impulso. Además, las ventanas de las casas, adornadas
con rejas que se comban hacia afuera, los obligaban a agacharse o a esquivarlas
con habilidad para evitar golpearse con los barrotes de fierro.
La competencia se pactó de la siguiente forma. Saldrían
desde la puerta de la Ermita, a la carrera bajarían los pocos escalones
empedrados y saltarían hasta la acera y por ella descenderían esquivando los
barandales de las ventanas hasta la esquina en la que doblarían en ángulo recto
para evitar el peligro de la calle. El colorido de sus camisetas contrastaba
con la blancura de las paredes payanesas.
Los muchachos iniciaron. El verano brillaba en su
esplendor, pero la tarde temprana estaba fresca, pese al sol. La hilera de
risas se deslizó frenética hasta llegar a la esquina… donde un bus de servicio
público, afanado por marcar la tarjeta que verifica el cumplimiento
cronométrico de sus recorridos, los atropelló. Las paredes se tiñeron de
sangre. El vehículo sólo se detuvo media cuadra más abajo. Tendidos quedaron
los tres primos. Algunos transeúntes corrieron horrorizados tratando de
auxiliarlos. Otros, presos del pánico, se cubrían la cara con sus manos
queriendo no ver lo sucedido.
Dos jóvenes quedaron gravemente heridos. El otro puso
su cabeza de tapete a las llantas del bus. Su cerebro quedó regado por la
aveniday su bello cuerpo despedazado. Mientras llegaba el apoyo médico y la
policía, la gente quería linchar al conductor del bus, quien asustado culpaba a
los heridos del accidente. La guerra del
centavo, esa que motiva a los buses y busetas a desbocarse corriendo,
había truncado unas vidas.
Los atardeceres de Popayán son de antología. Pero el de
ese día fue el más melancólico y triste de todos. Una vida se había perdido y
dos jóvenes quedarían lisiados para siempre. Pablo, mi hijo, había muerto. El
sol parecía llorar mientras se acurrucaba entre las montañas.