Por estos días
se ha puesto de moda el concepto de meritocracia. Algo así como el gobierno de
acuerdo a los méritos. Tiene su origen en el excluyente concepto de la
aristocracia que defendieron en la antigüedad Cicerón y Platón, entre otros. La
aristocracia consistía en que el poder estuviera en cabeza de la élite
intelectual, basada en sus conocimientos y estudios. Una manera de separar el
poder de la masa inculta y no preparada.
En las
democracias modernas, se habla de la movilidad social, con la idea que la
educación sea la escalera que permita a los sectores populares moverse y
acercarse a las altas capas sociales. Para hacer realidad la movilidad social,
se busca que la meritocracia califique imparcialmente hojas de vida, para
facilitar que algunos excluidos, pero bien preparados puedan acceder a espacios
de poder. Con esto se pretende evitar que el clientelismo y la politiquería
lleven gente inexperta a los cargos de gobierno. Y se establece la carrera
administrativa para que personal que se ha capacitado y que tiene experiencia
sea mantenida en el gobierno; porque lo usual es que cada nuevo gobernante
llegue con su séquito y quiera pagar favores políticos con burocracia, más allá
de que estén capacitados o no.
La
meritocracia tiene sus problemas, y no de poca monta. La meritocracia aumenta
la exclusión. A la hora de competir, los hijos de hogares adinerados y de clase
social alta, tienen mayores posibilidades de estudiar en las mejores y más
caras universidades, hacer postgrados fuera del país y aprender varios idiomas.
De esa manera a los cargos públicos llegarán los hijos de las familias que
siempre han detentado el poder. ¿O hay alguien que crea que, a la hora de
comparar la hoja de vida académica de un hijo de los dueños del país, con la de
un hijo estudioso de una madre soltera de un barrio pobre, este último tendrá
iguales posibilidades?
Existen
personas que creen que sus apellidos elitistas valen más que la preparación
intelectual de cualquier joven habitante en barrio marginal. Esos, que se
sienten aristócratas, huérfanos de poder, que quieren una ciudad a la medida de
ellos, que creen que la cultura y el arte son para privilegiados y que a los
pobres sólo les alcanza para folclor, guacherna y artesanía, es a los que se
les encarga la labor de hacer la selección para la meritocracia. Ese sesgo
ideológico y social, convierte en espuria la escogencia y en falsa la
meritocracia.
Por otro lado,
una hoja de vida no refleja la ética ni el compromiso con una ciudad y sus
gentes. Y una experiencia en lo privado o en lo académico dista mucho de lo que
se necesita para ser eficiente en lo público. La meritocracia puede tener su
lado bueno, pero por si sola no combate el clientelismo, la corrupción ni la politiquería.
No da eficiencia ni garantiza eficacia. Tampoco reduce la discriminación, la
exclusión ni la invisibilización.
Este
comentario no quiere ser un palo en la rueda para el gobierno municipal que
arranca, solo una claridad social. ¡Ojalá que acierte y le vaya bien, porque con
eso ganamos todos!
*Magíster en
Ciencia Política