Colombia
es un país de contrastes. Con pobrezas infinitas sobreviviendo lado de
riquezas alucinantes, pero sin ningún tipo de aspavientos de los
observadores. Hemos interiorizado y justificado estas abismales
diferencias y nos parece que son normales. La miseria crece al lado de la
indiferencia y la apatía. El Estado parece haber sido hecho para funcionar mal
o para no lo hacerlo. El bien público parece que a nadie le interesa.
Lo que prima es el egoísmo y el individualismo. Ya nuestro coterráneo, el
escritor William Ospina, nos lo recordó en el primer capítulo de su obra sobre
Juan de Castellanos: “Cualquier colombiano lo sabe: aquí nada sirve a un
propósito público. Aquí sólo existen intereses particulares. El colombiano sólo
concibe las relaciones personales, sólo concibe su reducido interés personal o
familiar, y a ese único fin subordina toda su actividad pública y privada.”
Para
encarar esta situación hay ahora dos tipos de comportamientos. Uno
antiguo y tradicional que consiste en quejarse por todo y de manera
permanente sin hacer nada para superar las dificultades. Pero recientemente ha
crecido una nueva manera que pretende arreglarlo todo tratando
de verla sólo desde lo positivo. Que unas personas, si bien
están sin trabajo, llevan meses entregando hojas de vida, enfrentado puertas
cerradas y pasando penurias, creen que con solo decir que les va muy
bien, esto arreglará sus problemas. Además, se justifican diciendo que hay que
tener esa actitud… Son los extremos que nos caracterizan. O nos quejamos y
lloramos, o nos reímos ante los infortunios. En ambos casos hay una
impostura gigante, una simulación.
¿De
qué sirve quejarnos y condolernos por la situación del país si no hacemos algo
por transformar esas situaciones de injusticia y desigualdad que nos
caracterizan? ¿Qué ganamos con simular bienestar y tranquilidad, cuando el agua
nos llega al cuello? Creo que necesitamos parar un momento y reflexionar. Cuando
hablo de reflexionar, me refiero a pensar de nuevo y con criterio crítico lo
que hacemos y lo que nos sucede. Es tener el carácter de asumir
responsabilidades. No es vivir echándole la culpa a los demás. Para encontrar
la causa de nuestros males no podemos hacerlo sin mirar nuestro corazón,
nuestros actos, nuestro proceder. Por lo general culpamos a los demás de
nuestros males y presumimos bondad e inocencia en nuestros actos.
Nuestra
postura no es asumir la negatividad del que todo lo ve malo, que
todos son enemigos y que nada se podría hacer porque una golondrina no haría
verano. Tampoco es la ridiculez de creer que todo está bien y que lo
estamos mejorando. Lo que debemos hacer es informarnos bien de
lo que pasa, tener el carácter de reconocer en lo que contribuimos a empeorar
para corregirlo, y darnos a la terea de cambiar y transformar lo que esté mal.
Cada uno de nosotros, desde su espacio personal puede ayudar a cambiar las
cosas. Pero hay que hacer, hay que actuar, no conformarnos con decir
que las cosas están bien o muy mal y seguir inactivos o indiferentes, pensando
de manera egoísta y creyendo que los que deben transformar la ciudad, la
región o el país deben ser los demás…