sábado, 6 de octubre de 2012


DECENCIA Y GOBIERNO
Una característica de la manera de conocer que se tiene en Occidente es la distinción y la fijación. Mediante la primera tratamos de acceder al objeto que conocemos, desligándolo de las ataduras a su entorno buscando obtenerlo sin interferencias. Una vez examinado con detalle, lo grabamos o lo fijamos en nuestro conocimiento. Son ideas fijas, estáticas, rígidas.
Este tipo de comportamiento lo utilizamos para todos los aspectos de nuestras vidas. En algunos casos nos puede jugar malas pasadas, porque fijamos en la mente cosas mientras la vida cambia… Por ejemplo, cuando algunos piensan en un gobernante carismático se vienen a la mente imágenes de diversos personajes del pasado. Cuando se piensa en gobernantes con carácter ocurre algo parecido. Esto no sería problema si no se comparara a los gobernantes actuales con las imágenes rígidas y congeladas del pasado. Entonces anhelamos el ímpetu del uno, la gracia del otro, la amabilidad, el genio o el don de mando del otro y así sucesivamente.
En lugar de ver las bondades y calidades de quien se ha elegido, se quiere que se parezcan a las imágenes que se han petrificado en la memoria. La verdad es que cada gobernante tiene su manera de ser, y si busca parecerse a otro se desdibuja y se transforma, no en el otro sino en su caricatura… Por esa costumbre de comparar lo nuevo con las representaciones fijas del pasado, pensamos que si un gobernante no grita, no insulta y no se pone iracundo cuando exige cumplimientos es porque es blando o sin carácter. Si un gobernante escucha una queja y no se queda con una versión sino pide otros puntos de vista sobre el tema, lo comparan con los que reaccionan intempestivamente y entonces es tachado de vacilante y sin criterios…
Da tristeza que cuando un gobernante sea decente, de buenas maneras, escuche a los que lo consultan, prefiera el dialogo al grito o al alarido, que no toma decisiones con cabeza caliente sino que prefiere el sosiego de su alma sin rencores para decidir con oportunidad, sea visto como timorato, vacilante o falto de personalidad. Parecería que la gente prefiere los gobernantes mandones, que infunden miedo pero no respeto, que se hacen sentir por sus insultos pero no por las buenas decisiones, que confunden patanería con temple o firmeza.
Los tiempos de gobernantes autoritarios ya pasaron. Hay que pasar la página de esas historias congeladas y entender a los mandatarios que escuchan, que consultan a la gente, que se llenan de motivos para tomar las decisiones más sabias, más legítimas, más cercanas a la realidad y a la justicia. Entender que un gobernante puede ser firme siendo decente y con buenos modales. Comprender que la amabilidad no es sinónimo de debilidad ni de tibiezas. Que gobernar con honestidad y rectitud es un asunto de responsabilidad y respeto, no de zafios ni palurdos.
Hoy la gran mayoría de la ciudadanía, después de sacudirse de rigideces mentales, rodea a su gobernante reconociéndole su tacto, su don de gentes y su compromiso con acertar, con no equivocarse y por llevar el barco de Ibagué a puerto seguro. Otros, muy pocos, lo vituperan, reniegan del ritmo del gobierno, y con la mirada cargada de pasado, quieren detener ese proceso. ¡Pobre gente!
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