DECENCIA Y GOBIERNO
Una característica de la manera de conocer que se tiene
en Occidente es la distinción y la fijación. Mediante la primera tratamos de
acceder al objeto que conocemos, desligándolo de las ataduras a su entorno buscando
obtenerlo sin interferencias. Una vez examinado con detalle, lo grabamos o lo
fijamos en nuestro conocimiento. Son ideas fijas, estáticas, rígidas.
Este tipo de comportamiento lo utilizamos para todos
los aspectos de nuestras vidas. En algunos casos nos puede jugar malas pasadas,
porque fijamos en la mente cosas mientras la vida cambia… Por ejemplo, cuando
algunos piensan en un gobernante carismático se vienen a la mente imágenes de
diversos personajes del pasado. Cuando se piensa en gobernantes con carácter
ocurre algo parecido. Esto no sería problema si no se comparara a los
gobernantes actuales con las imágenes rígidas y congeladas del pasado. Entonces
anhelamos el ímpetu del uno, la gracia del otro, la amabilidad, el genio o el
don de mando del otro y así sucesivamente.
En lugar de ver las bondades y calidades de quien se ha
elegido, se quiere que se parezcan a las imágenes que se han petrificado en la
memoria. La verdad es que cada gobernante tiene su manera de ser, y si busca
parecerse a otro se desdibuja y se transforma, no en el otro sino en su
caricatura… Por esa costumbre de comparar lo nuevo con las representaciones
fijas del pasado, pensamos que si un gobernante no grita, no insulta y no se
pone iracundo cuando exige cumplimientos es porque es blando o sin carácter. Si
un gobernante escucha una queja y no se queda con una versión sino pide otros
puntos de vista sobre el tema, lo comparan con los que reaccionan
intempestivamente y entonces es tachado de vacilante y sin criterios…
Da tristeza que cuando un gobernante sea decente, de
buenas maneras, escuche a los que lo consultan, prefiera el dialogo al grito o
al alarido, que no toma decisiones con cabeza caliente sino que prefiere el
sosiego de su alma sin rencores para decidir con oportunidad, sea visto como
timorato, vacilante o falto de personalidad. Parecería que la gente prefiere
los gobernantes mandones, que infunden miedo pero no respeto, que se hacen
sentir por sus insultos pero no por las buenas decisiones, que confunden
patanería con temple o firmeza.
Los tiempos de gobernantes autoritarios ya pasaron. Hay
que pasar la página de esas historias congeladas y entender a los mandatarios
que escuchan, que consultan a la gente, que se llenan de motivos para tomar las
decisiones más sabias, más legítimas, más cercanas a la realidad y a la
justicia. Entender que un gobernante puede ser firme siendo decente y con
buenos modales. Comprender que la amabilidad no es sinónimo de debilidad ni de
tibiezas. Que gobernar con honestidad y rectitud es un asunto de
responsabilidad y respeto, no de zafios ni palurdos.
Hoy la gran mayoría de la ciudadanía, después de
sacudirse de rigideces mentales, rodea a su gobernante reconociéndole su tacto,
su don de gentes y su compromiso con acertar, con no equivocarse y por llevar
el barco de Ibagué a puerto seguro. Otros, muy pocos, lo vituperan, reniegan
del ritmo del gobierno, y con la mirada cargada de pasado, quieren detener ese
proceso. ¡Pobre gente!
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