viernes, 23 de diciembre de 2011

UNA AUSENCIA QUE NO CESA
Por: AGUSTIN ANGARITA LEZAMA
De origen campesino, tenía un corazón limpio que no almacenaba odios ni envidias, sino que  derrochaba una capacidad innata por servir. Su fe en Dios le facilitó sobrellevar pobrezas y carencias que  nunca le pudieron arrebatar su sonrisa ni su esperanza. A sus hijos los formó en la responsabilidad y la ética, que ella, sin bagaje escolar, con su comportamiento ejemplar enseñaba con sabiduría.
Sus tristezas y amarguras jamás fueron evidentes. El amoroso calor que le irradiaba a su hogar se reflejó en su dedicación porque sus hijos fueran a la escuela y aprendieran, porque amaran su terruño y se respetaran a sí mismos y a los demás, porque no se resignaran con un futuro oscuro. A mi padre lo amó con devoción, con intensidad, sin pausas. Cuando él murió, se puso al frente de la casa, trabajando ardorosamente para sacarla adelante, de tal forma que mis hermanos y yo pudiéramos crecer en la felicidad sin reparar en estrecheces económicas.
Un accidente casero por intentar auxiliar a su nieto caído, le fracturó una cadera. Unos años antes le habían reparado quirúrgicamente la otra. Su nuevo paso por el quirófano no fue tan exitoso, lo que le limitó su movilidad, no obstante, su charla fresca, salpicada de anécdotas y carcajadas  seguía rutilando en casa. Creo que el fumar le ayudaba a mitigar ausencias y dolores. De esa vieja amistad con el tabaco cosechó una lesión pulmonar que le clavó su puñal con sevicia.
Pese a la herida en su salud siguió sacando fortalezas para guiar la familia. En las noches de fin de semana, prolongaba su vigilia rezando e invocando con rosario en mano a la Virgen o a los santos, hasta que hijos o nietos retornaran sanos de sus fiestas. Desde su lecho de enferma vigilaba que las camisas quedaran bien planchadas, que la comida estuviera a tiempo y exquisita, que ningún rincón se quedara sin barrer, que todo oliera a limpio y a albahaca, que se regaran las matas de su jardín, y que a sus perros, gatos y pajaritos no les fallaran con la comida. Las señoras del vecindario, con esas que se hacían esa maravilla de préstamos de una taza de leche, un limón, una astilla de yuca o un pocillito de aceite, la visitaban a diario para que cosechara el afecto que con ternura y paciencia había sembrado en ellas desde hacía años.
Los que hemos dedicado nuestras vidas a ayudar a curar y sanar a las personas sufrimos la contradicción que carcome el alma, de saber que las personas mueren como un destino natural, y la impotencia humana para impedirlo. Todos los días cuando la visitaba, sentía que la llama de su vida se extinguía y que por más que la amara, se me escapaba como el agua entre los dedos. Hasta último momento me animó y aconsejó. Me acariciaba las manos intentando consolarme por mi desnudez de argumentos para erradicarle su mal y sanarla.
Hace dos años, una tarde, abrazada a mí se fue muriendo, inundado de lágrimas sentí como la parca me la arrancaba, sin que ella perdiera la serenidad y la dulzura que da la seguridad del deber cumplido. Con la partida de Nohemí, mi madre, se me quebró el alma, pero me dejó sembrada la alegría que es mi razón de ser.
PD: Feliz Navidad