jueves, 18 de noviembre de 2010

LA ÉTICA DEL RESPETO
Frecuentemente se habla de la importancia de la diferencia. Sin embargo, en nuestro comportamiento negamos esto. Para algunas cosas nos gusta sentirnos únicos, singulares. Y para otras, nos encanta el calor del grupo, de la montonera. Los católicos argumentarían que Dios está convencido de la importancia de la diferencia. La naturaleza sería su evidencia.
No existe una cebra, por parecidas que parezcan, que sea igual a otra. Tampoco una jirafa, tigre o perro dálmata. Lo mismo ocurre con orquídeas, violetas u ocobos. La biología nos abrumaría con más ejemplos. Dios habría creado un mundo donde la singularidad sería lo más importante. Los humanos tendríamos la misma suerte. Las huellas digitales, huellas del iris, antígenos de histocompatibilidad o los marcadores genéticos nos recuerdan que cada uno de nosotros es distinto, único, irrepetible, diferente. Si hilamos más delgado, la simetría es casi ausente en la naturaleza. Esto es lo que ha aprendido la ciencia.
Pese a lo dicho, la cultura, que es una invención de los humanos, nos ha hecho creer otra cosa. Primero nos vendieron la idea que belleza era igual a simetría, proporcionalidad y homogeneidad. Lo uniforme empezó a mostrarse como el patrón de normalidad de una sociedad, de manera que lo distinto, lo diferente se comenzó a ver como anormal… La moda, ese encanto de la vanidad que pretende que todos seamos bellos, iguales y homogéneos, claro está que bajo un discurso que enarbola la individualidad, contribuyó a consolidar este modelo estandarizante. Culturalmente nos han enseñado a no respetar la diferencia.
Cuando conocemos al otro o a la otra, muy en el fondo, queremos que sea igual a nosotros. Si esto no sucede, entonces inician los recelos. Mucha gente, cuando se examina a sí misma, asume que es normal. Que representa un prototipo de la normalidad. Por lo tanto, compararía a los demás consigo misma presumiendo ser normal, y al encontrarlos diferentes, entonces, el otro o la otra serían anormales. Aquí inicia el irrespeto por el otro o la otra, al considerárseles como anormales, equivocados, enfermos, locos, mentirosos, oportunistas, y muchos más epítetos con los que, en la práctica, se descalifica al diferente. Queda así abierto el camino hacia la violencia…
Peor aún. El que se considera normal piensa que los argumentos que expone, por ser un individuo objetivo, es decir, que sus pensamientos presuntamente coinciden con la realidad, que los que lo contradigan, no solamente están equivocados, sino contra él. Y su argumentación nunca es para convencer, para entender al otro, sino para obligar, para exigir obediencia, ya sea a nombre de la ciencia, la verdad, la secta, la teoría, la norma o sucedáneos. Pero como normales y objetivos se sienten muchos, cada uno hablará desde la verdad, y  se exigirán mutuamente silencio para que el otro escuche su verdad. Un verdadero diálogo de sordos, donde nadie escucha pero si hablan. Se sigue sembrando el camino de la violencia…
Los humanos se parecen a Dios pero no lo son. Los humanos somos falibles, nuestros sentidos nos engañan y nuestra capacidad de conocer está determinada por la biología. La ciencia enseña que no existe verdad sino verdades. Aprender autorrespeto,  respeto por los demás y por lo que nos rodea, es aprender a convivir. Es la ética del respeto.